sábado, enero 21, 2006

Carlos Walter Porto Gonçalves


Desde los años sesenta, el debate de la naturaleza viene ganando espacio en la escena política. Hasta entonces la preocupación sobre la naturaleza en el interior de la sociedad occidental se circunscribía al debate entre los preservacionistas y los conservacionistas, debate restringido a los sectores científicos que, por lo general, buscaban convencer a las autoridades gubernamentales acerca de la importancia de preservar o conservar los recursos naturales. Ese debate restringido al ámbito técnico-científico y gubernamental no fue suficiente para impedir que la riqueza constituida por la naturaleza se tornara objeto de un debate mucho más amplio, ganando las calles, incitando al surgimiento del movimiento ambientalista propiamente dicho. Los años sesenta señalan, por eso, el inicio de la politización del debate sobre la naturaleza, colocándolo dentro del debate sobre los destinos de la sociedad. [1]

En ese momento, dos cuestiones se apoderaron de la escena: el consumismo y el militarismo. No presenciábamos ya más la crítica a la desigualdad de la distribución de la riqueza entre ricos y pobres, tanto al interior de un país como entre países desarrollados y subdesarrollados. Una nueva crítica emergía en Europa y en Estados Unidos, donde la sociedad occidental parecía haber conseguido sus mayores objetivos, justo ahí donde estaba más desarrollada. Por eso, ya no se trataba de proporcionar a todos aquello que sólo era proporcionado a algunos simplemente distribuyendo la riqueza. De cierta forma, esa crítica afectaba la matriz individualista consumista liberal, y también a quienes confundían socialismo con distribución de la riqueza producida en el interior de una cultura individualista.

Esa politización del debate sobre la naturaleza abría espacios para que sectores técnicos y científicos ganasen fuerza y buscaran sacar provecho presionando a las autoridades gubernamentales para que tomaran medidas conservacionistas o preservacionistas. Hay, por lo tanto, ambigüedad en los sectores técnicos y científicos que se interesaban por la cuestión de la preservación o de la conservación de la naturaleza, cuya retórica clamaba por la despolitización del debate ambiental para que se volviera más objetivo y técnico; pero, paradójicamente, la importancia que alcanzaron provino de la mayor politización de dicho debate. A fin de cuentas, mientras más se vuelva la naturaleza una preocupación de la mayor parte de los ciudadanos, mayor será la importancia de los discursos que se presenten en su nombre. Es lo que veremos ya en 1967, en París, cuando la ONU convoca a una reunión para debatir cuestiones relativas a la biosfera, y en 1972, cuando se realiza en Estocolmo, Suecia, una conferencia mundial sobre el medio ambiente. Téngase en cuenta el papel que el Club de Roma tuvo en la preparación de esa reunión. El Club de Roma fue constituido por un grupo de empresas que operaban a escala mundial (Fiat, Xerox, Olivetti, Remington Rand, IBM, entre otras) y que financió el famoso estudio del Massachusetts Institute of Technology, titulado The Limits to Growth (Os limites do crescimento) (Porto Gonçalves, 1985). La experiencia del Club de Roma articula sectores ligados al gran capital multinacional con los técnicos y científicos.

Durante veinte años (1972-1992) el debate al interior del ambientalismo se dio, entre quienes cuestionaban el estilo de desarrollo, tanto en su vertiente liberal-capitalista como en la socialista de inspiración productivista (exURSS, por ejemplo), colocando en el orden del día la cuestión de una revolución cultural por un lado, y, por el otro, quienes recordaban que la capacidad de soporte del planeta se está agotando, como el Club de Roma, por ejemplo. Una vez más la politización del debate proporcionó un espacio para que se desarrollara un campo de negociación y diálogo donde, casi siempre, se buscaba desplazar el debate del terreno político hacia un terreno técnico-científico, como si esos dos campos fueran excluyentes. La estrategia no es nueva y ya había sido puesta en práctica en un campo muy próximo a los ambientalistas. Recordemos lo que ocurriera a partir de finales de los años cuarenta cuando el hambre comenzó a ser politizada, sobre todo después de la revolución china. La imagen de millones de campesinos en marcha con banderas rojas luchando contra el hambre llevó a que se intentase despolitizar el debate proponiendo una revolución verde para que se comprometieran directamente sectores empresariales como los Rockefeller, movilizando todo un conjunto de instituciones técnicas y financieras además de organismos internacionales. La revolución verde, técnica, fue orquestada contra la revolución roja, de carácter social y político. Este deslizamiento del debate del campo político hacia el técnico forma parte de las técnicas de la política sobre las que Maquiavelo tanto nos llamara la atención y, tal vez por eso mismo, sea tan olvidado.

La politización del debate alrededor de la naturaleza alcanzaría su auge a fines de los años ochenta cuando la revista Time eligió el planeta Tierra como la personalidad del año y la Amazonia destacaba por los incendios dando oportunidad, inclusive, para que el asesinato de un líder sindical y socialista -Chico Mendes- llegara al noticiero mundial, dígase de paso, no como líder sindical y socialista, pero sí como ecologista. Una vez más, a fines de los años ochenta, el debate volvía a señalar una vertiente teórica-política que recordaba que la capacidad de soporte del planeta se estaba agotando -el caso de la revista Time- y otra vertiente que buscaba apuntar hacia la necesidad de una revolución social y cultural en el sentido de instituir nuevos sentidos para nuestras prácticas, como el caso de Chico Mendes. Estamos, una vez más, ante dos paradigmas distintos.

A fines de los años ochenta la ONU, que en esa misma década había patrocinado la elaboración de un informe que buscaba diagnosticar el estado ambiental del planeta -el Informe Brundland-, convoca a una reunión para debatir la relación entre medio ambiente y desarrollo -la CNUMAD- a realizarse en Río de Janeiro en 1992.

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